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Las pirañas

Mi tío Pedro fue inspector de leprosarios para el Ministerio de Salud de la Nación. Si, así como lo escucha, en una época había en la Argentina una serie de instituciones hospitalarias para atender a estos enfermos en casi aislamiento (1). La lepra, esa enfermedad bíblica, acompañó a la humanidad hasta principios del S.XX, cuando estudios dieron con fármacos que, atendida a tiempo, la remiten totalmente y sin consecuencias. En la década del ’20 se resolvió la enfermedad y se adoptaron nuevas terapias para los enfermos en general, pero bueno, mi tío Pedro visitaba estos establecimientos en el interior del país, en una época en que se los iba cerrando. Eran pequeños poblados con espacio para los médicos y los pacientes, que armaban pareja y tenían descendencia, muchas veces también contagiados. Algunos se encontraban tan distantes de la población que parecían campos de concentración semi abiertos, separados por ríos o zonas inhóspitas, para disuadir a los internados a volver a las “ciudades”. Se iba a morir.

Una vez, el tío Pedro le contó, a esa audiencia compuesta por hijos y sobrinos de algunos años apenas, que había ido al litoral por trabajo. Contaba los calores bbochornosos, la humedad indecible, los mosquitos insoportables, lagartijas y víboras venenosas hasta la muerte. Nos describió los monitos marrones pequeñitos que volaban de rama en rama, colgados en las panzas de sus madres, acompañando la lancha mientras avanzaban y de los otros, los enormes monos grises que por la noche emitían un sonido potente que se sentía a lo lejos. Dijo que la embarcación tocaba a troncos de vez en cuando, pero que a veces el tronco se hundía con un coletazo porque en realidad, era un yacaré dormido.

La lancha se mecía suavemente en aguas estancadas, avanzando lentamente con el acompasado traqueteo de un motor humeante y olor a aceite quemado. En ella, dos baqueanos de esas selvas, uno a cargo del motor, un médico y él, avanzaban con destino al leprosario escondido. “Quiere ver algo Don Pedro” gritó respetuosamente, por encima del traqueteo, uno de los baqueanos que nunca largaba su machete ni su carabina. “¿Qué cosa?” atinó a responder mi tío, esperando que le mostraran un animal raro en esa selva verde oscura e impenetrable que los rodeaba, tal vez algún loro de colores azul y rojo profundo, o alguna destreza propia de quienes saben que allí son superiores a ese “jefecito”, frecuentemente con el único tiro de su carabina. Pero no. El baqueano abrió una bolsa de arpillera que tenía en un rincón de la embarcación y atada de un alambre a un palo lanzó al agua un pedazo grande de “bicho”. “Vizcacha o carpincho tal vez” respondió el tío a los que preguntaron qué era y siguió, “Ni bien tocó el agua, el arroyo comenzó a hervir y burbujear, como una cacerola al fuego. Un ratito después, pero nada, un ratito nomás…” y el tío hacía el gesto de lanzar algo al agua con ambas manos y nos dejaba en silencio, con ojos grandes y mandíbulas caídas, ese ratito que nos quería mostrar, “el baqueano sacó al bicho del agua puro hueso, hasta con algún pescado prendido todavía”. A cierta edad, la vida y la muerte que separan al pez del pescado no existen en el léxico de los niños y esto él lo sabía, y había que hacer entender a la audiencia de dientes de leche de qué hablaba. Luego de un nuevo silencio, meciendo con sus manos juntas, al palo imaginario que sujetaba con un alambre un manojo de huesos en el aire, que se bamboleaba frente a la mirada absorta de nosotros, los niños, huesos que veíamos ahí, asquerosos, con las pirañas prendidas, en nuestra imaginación selvática, entonces él nos asustaba dejándonos caer encima ese esqueleto de “bicho” tan real, tan falso, tan imaginado.

Ahí ponía más graves sus palabras y nos anunciaba: “pirañas, el animal más peligroso de esas aguas, porque solas pueden parecer chicas, así son, más o menos” marcando entre las manos una medida incierta, “pero juntas son mortales. Llegan probando todo lo que encuentran y si de la dentellada sale sangre, se desata el vendaval de plata de sus cuerpitos desesperados por llevarse su porción de la presa”.

Se enderezaba en la silla, guardó el palo imaginario con huesos y todo y pícaro nos decía “ahora quédense quietitos ahí, no apoyen las manos en el agua, que las pirañas están siempre atentas”. Salíamos todos corriendo a la seguridad del patio de tierra, bien de tierra.

Siempre me impresionó esta imagen de algo que pudiera descarnar a un animal en minutos o segundos, arrancando pedazos de la presa para dar lugar a una amiga que venga por atrás a morder su porción sin piedad, sin pausa, sin consecuencias, protegidas por el grupo, a la derecha y a la izquierda. Hasta que quede el hueso.

Habló Batakis, en sus trajes elegantes, llegaron las pirañas.

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